En el mundo del fútbol chileno hay que batallar siempre contra el pesimismo. Justificado en muchos casos, porque ni los números ni la historia nos acompañan cuando de resultados se trata. Y porque, por más esfuerzos que se hagan, la indisciplina de los jugadores más connotados aparece apenas el técnico de turno se distrae.
Esta Copa América que se disputa en el país sirvió –más allá del ámbito estrictamente deportivo- para varias cosas. Para conocer los nuevos estadios construidos con recursos fiscales como parte de una política implementada por los últimos gobiernos, por ejemplo. Preciosos, nuevos y a escala razonable, suponen una contradicción: son una inmensa inversión pública que va en beneficio directo de un negocio privado, como es el actual fútbol chileno. Y en varios casos –como también sucede con la construcción de hospitales u obras públicas- terminan costando más del doble de lo presupuestado.
Sirvió también para el debate moral. El choque de Arturo Vidal sobre un Ferrari que manejaba en estado de ebriedad, su enfrentamiento con las fuerzas policiales y el posterior perdonazo del técnico, los dirigentes y las máximas autoridades del país nos hizo replantearnos la efectividad de las políticas de prevención al manejo bajo la influencia del alcohol. Y la provocación de Gonzalo Jara a Edinson Cavani (la del dedo, ustedes ya saben) abrió un iluminador debate sobre lo que pensamos sobre el juego limpio y sus consecuencias. Fue, a todas luces, un torneo donde debimos tomar posturas éticas y morales para entrar en cualquier debate.
Pero la iniciativa más sorprendente y estimulante del torneo fue de una simpleza increíble y de un éxito notable. Cuando la Fundación Fútbol Más – una Fundación generosa que acoge a niños de sectores desprotegidos de Chile y América, reinsertándolos a partir de la práctica futbolística- se acercó a Unicef para emprender la campaña de la Tarjeta Verde en los estadios, muchos pensaron que pecaban de ingenuos. Cualquiera que se asome al mundo del fútbol sabrá que la virulencia de los hinchas y aficionados se descarga, antes de cada partido, ante el himno del rival de turno. Sin que nadie lo cuestione demasiado, las canciones patrias de las selecciones se entonan cada vez que hay un pleito, y la idea era que la gente respetara esa institución enarbolando una tarjeta verde y escuchando en silencio y con buena actitud.
Bolivia, Perú, Ecuador, Uruguay y México gozaron del privilegio. Y nosotros de la constatación fantástica de que cuando hay voluntades que se unen, se logran tareas que parecen imposibles. Apelar a la educación, a la confraternidad, al respeto y a la civilidad nos permitió gozar más de la entonación de nuestro propio himno, pero también del orgullo de ser, cuando nos lo proponemos, un país generoso y alegre.
La Tarjeta verde permitirá que la acción de la fundación sea más visible y que el modelo del balonpié vuelva a percibirse como un juego amplio, masivo y bien intencionado, algo que en esta Copa América ha estado lejos de ser la norma. Si cada niño que corre detrás de un balón aprende que la base está en la competencia leal, se habrá ganado mucho más que en el festejo frenético de una victoria.
Por eso, en la final contra Argentina, la tarjeta verde cumplirá un rol importante. Será el color de la esperanza que abrigamos todos: ganar un título por vez primera en la historia. Pero también nos exigirá un nuevo compromiso cuando parece más difícil conseguirlo, pues la ilusión estará en juego. Razones hay para estar optimistas. Por todos los flancos posibles.