En el Mes de la Solidaridad…

Según el informe “Panoramas de la Sociedad 2011” de la OCDE, Chile es el país con la mayor desigualad de ingresos.

Comunidad

Cuando en la década del 60 países hoy desarrollados como Alemania, Dinamarca o Noruega, tuvieron PIBs similares al nuestro, tenían un índice Gini, que mide la  desigualdad de ingresos, la mitad del nuestro.

Y aunque la pobreza ha disminuido, el crecimiento también ha generado un nuevo tipo como lo ha revelado el estudio “Voces de la Pobreza”.  Se trata de la pobreza equipada, aquella que escondida detrás de las pantallas, la tecnología y la comida chatarra, invisibiliza la realidad endeudada y agobiante de los que aportan el valor bajo al promedio del ingreso per cápita.

Los datos deben ayudar a la focalización y eficiencia de las políticas públicas, sin embargo pueden generar también la sensación de que éste es un problema propio del subdesarrollo que superaremos en la medida del mejoramiento de los índices.   Ante esta realidad compleja, cuya comprensión se dificulta aún más cuando el análisis utiliza herramientas desactualizadas, las organizaciones sociales que trabajan con personas en situación de pobreza, vulnerabilidad o exclusión social, se encuentran también en un escenario distinto, complejo, a veces confuso.

Por una parte el país crece, sin embargo, las necesidades de los más pobres son de profunda magnitud, no sólo de salud, vivienda, educación, también de cultura, participación, trabajo digno, y parecen contrastar aún más fuertemente ante la realidad de prosperidad.

Mientras aumentan los bonos de transferencia directa, dineros que el estado entrega directamente a los más pobres con el objetivo de paliar de manera inmediata una realidad, parte importante del quehacer sistemático y a largo plazo de las organizaciones que sirven a los más pobres se ha transformado en un esfuerzo desproporcionado por la obtención de recursos.

Ante la nueva realidad y las nuevas percepciones, las instituciones sociales de servicio a los más pobres no pueden renunciar a su vocación profética de hacer consciente e interpelar a la sociedad respecto del valor de los más pobres. No basta con el servicio, con los programas de intervención, es necesario por una parte atacar las causas de la pobreza, al mismo tiempo que rescatar los valores que fundamentan una cultura de la solidaridad.

Aquellos a quienes servimos son la conciencia viva, inalienable de una realidad profundamente humana: la necesidad de ser parte de una comunidad, de ser reconocidos, valorados, necesarios en el tejido social.  La necesidad de encontrarnos unos con otros, de compartir, de hacer lo que hacemos con un sentido, de celebrar, de la alegría que regala la compasión y el servicio a otro.

Ellos son el testimonio de la dignidad humana que es herida no sólo por la pobreza sino también por la riqueza y que clama por aquello que no podremos superar aún con índices de país desarrollado: la necesidad de ser más una comunidad que un país, de cuidar unos de otros que de crecer.

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