Embriagado por las cifras de su modelo económico y en el afán de liderar al continente, Brasil –y su Presidente de entonces, Lula- postuló y ganó las sedes de la Copa del Mundo y los Juegos Olímpicos, derrotando a otros candidatos del primer mundo.
Nadie con más merecimientos para ser sede de un Mundial. Pentacampeón, el único equipo presente en todas las versiones y con un estilo de juego admirado y elogiado en todos los rincones del planeta. Pelé, su mejor exponente, ganó tres trofeos y de paso hizo olvidar la mayor gesta épica de la historia del deporte, que se vivió en el Maracaná, paradojalmente con una derrota de los amarelhos.
Casi como una broma del destino, sin embargo, esta Copa del 2014 cambiará –o debería cambiar- para siempre la historia de los mundiales. Y eso no sucederá en la cancha, sino en las calles de un país que se hartó de la FIFA, de la corrupción política, del gasto desenfrenado, de la injusticia social y, sobre todo, de la faraónica y desmedida inversión que ha significado cumplir con las demandas ordenadas por Joseph Blatter.
Y es que, como suele ocurrir en muchas latitudes, las cifras de la macroeconomía, la bonanza financiera y los optimismos empresariales rara vez se traspasan a la población si no se contemplan los mecanismos mínimos de distribución. Al grito de “queremos hospitales y no nuevos estadios” o demandas por más recursos para la educación, los habitantes de Río de Janeiro y Sao Paulo se manifestaron en la pasada Copa Confederaciones (un ensayo general para el Mundial) contra los principales flagelos de la nación: una impresionante desigualdad, bajos salarios y las billonarias ganancias de los empresarios y políticos allegados a los proyectos de construcción de obras públicas y recintos deportivos.
Si el país más fanático del mundo es capaz de poner en jaque la fiesta más grande que el fútbol puede organizar, es hora de que la FIFA y el Comité Olímpico Internacional redefinan sus políticas. La construcción de enormes recintos que se convierten –pasada la borrachera- en vacíos monumentos a la fastuosidad debe terminar. Hasta ahora Corea, China, Sudáfrica e incluso Inglaterra (el flamante Estadio Olímpico casi no tiene uso) han sufrido los rigores de las desmedidas exigencias. El Estadio de Manaos, que albergará apenas cuatro partidos en la copa y que costó casi 200 millones de dólares, no tendrá uso cuando termine la Copa, y hay un plan estadual que contempla convertirlo a partir de julio…en una prisión.
Mirando desde las favelas, agazapada en las zonas rurales, atrapada en los cordones industriales del sur, la furia contra el sistema ha comenzado a manifestarse. El bus de la selección brasileña –un símbolo casi sagrado para el país- fue interceptado hace unos días por los profesores para reclamar por la enorme diferencia entre el sueldo de Neymar y el de los maestros del deteriorado sistema público. Como un clamor generalizado, este Mundial se jugará en Sudamérica, la tierra emergente pero injusta que ve en el fútbol la mejor manera de hacer visible una realidad a la que muchos, ensimismados en un sistema que no funcionó igual para todos, siguen dándole la espalda.
Los ojos del mundo miran a Brasil. Al verdadero Brasil. Una pesadilla para la FIFA.
0 respuestas a “La alegría Do Povo”
La FIFA pidió 8 estadios y Brasil dijo nosotros haremos 12, no es culpa de la FIFA Sr. Shiappacasse, infórmese mejor….
Parece que a este gordito ya lo vetaron por el relato de los «90» , tanto enfasis que le pone a la Dictadura, a los Pinochetistas es un Sergio Campos más….
Nadie lo pesca , pastelero a tus pasteles…. Comenta Deporte Gordito…