Stephen Kiprotich, el ganador de la última maratón olímpica, es ugandés y corría por destronar a los imbatibles representantes de Kenia. Y también para ayudar a sus padres, pobres agricultores de Kapchorwa, que criaron con muchas dificultades a siete hijos. Stephen era el menor y con lo ganado les pudo comprar una casa. Los keniatas que remataron con plata y bronce en Londres corrían para honrar la memoria de Sammy Wanjiru, un compatriota de 24 años que falleció cuando ya se perfilaba como favorito para convertirse en el mejor del mundo.
Tsepo Ramonene, de Lesoto, remató último en los Juegos, a 55 minutos del vencedor. Era su segunda maratón, competía con cupo especial y la corría sólo… para terminarla, a diferencia del colombiano Cardona, que llegó un puesto más adelante, contracturado, exhausto y con una infección al pulmón, ese día compitió sólo porque le había prometido a su hijo que llegaría a la meta.
La maratón es una prueba dura, agobiante, agónica. Incomprensible para quienes no la viven. Es un desafío extremo que requiere de una causa mayor, porque, al final, todos corren por una razón.